El portazo suena en todo el edificio, sus lágrimas no paran un sólo instante, la rabia la posee, abre el bolso rápidamente y saca su cartera, saca su foto, la foto de ambos, la foto odiada, la única representación que le queda de ese el cual la ha destrozado por dentro y por fuera, de ese que se creía Dios, Rey y dueño de ella en todo su ser. Con la mano temblorosa saca su mechero y tras dos intentos lo enciende. Sus ojos llorosos y su cara de justicia se iluminan mientras la quema, ve su cara hincharse y contraerse al paso de las llamas, casi lo ve sonreír al arder; la tira en llamas, la tira y maldice su maldito y jodido nombre de aquí a los restos.
Se gira y se mira en el espejo, no lo soporta, no soporta ver que llora, que se lamenta de haber matado, de haber borrado de la historia, a semejante hijo de puta. Con una fuerza que no imaginaba revienta el espejo con el mechero; entre el fuego y los cristales cae de rodillas, se agarra la cabeza, siente que le estallará de un momento a otro, y grita.
Fuera en la calle, su coche empotrado contra una farola es abierto como una lata de sardinas por el techo, su acompañante, un hombre de unos 30 años yace en su asiento con la cara quemada.
“Ni si quiera la venganza te salvará de tus demonios”.